Fuente: L´Osservatore Romano, 14.03.2012
Parece la reedición, en versión contemporánea, de la parábola del buen samaritano. La campaña de los Free Hugs («abrazos gratis»), nacida hace varios años en Australia y ahora difundida en todo el mundo, se propone distribuir “actos de benevolencia” de modo totalmente casual y gratuito.
El vídeo que Juan Mann —ideador de la campaña— realizó en un centro comercial de Sidney, en un momento de su vida de particular soledad, ha tenido más de setenta millones de visitas. En este vídeo, el protagonista, de aspecto vagamente hippie (barba descuidada, cabello largo), va en busca de un gesto de afecto por parte de extraños. Teniendo en la mano un enorme cartel donde está escrito «abrazos gratis», al inicio lo ven con desconfianza y con cierto temor comprensible, creyendo que se trata de un loco. Pero cuando una viejita, sintiendo curiosidad por esas palabas del cartel tan insólitas, se acerca y se deja abrazar, entonces tiene lugar una contagiosa emulación entre los presentes. Porque los gestos espontáneos son contagiosos, como la risa. Así, vencida la desconfianza inicial, se entabla una competición para el abrazo más original, casi una forma de happening.
Luego, el fenómeno, a través de la red, se ha difundido en todo el mundo: no solo en Estados Unidos, sino también en Japón y en Europa. Uno de estos vídeos que ha logrado mayor difusión ha sido grabado en Sondrio. También en la pequeña localidad lombarda se repitieron las mismas dinámicas de interacción entre desconocidos que se habían visto en el vídeo originario de varios años antes (pero realizado en la parte opuesta del mundo): al inicio desconfianza, luego entusiasmo contagioso. Esto porque donde hay una sincera solicitud de ayuda o incluso una momentánea petición de contacto humano, parece despertarse en cada uno un impulso incondicional de solidaridad hacia el prójimo.
La Free Hugs Campaign, nacida inicialmente como una petición pública de abrazo por parte de una persona y dirigida a una multitud indistinta, se ha transformado en una insólita y rara ocasión de interacción y contacto entre extraños en un lugar público. La lección que nos deja esta experiencia es que incluso una masa indistinta de personas —como las que de ordinario animan un centro comercial o un aeropuerto, donde cada uno parece distante, aparentemente absorbido por sus propias preocupaciones personales— lleva en su interior una petición silenciosa de implicación y cercanía humana al prójimo, pero que no tiene ocasión de hacer explícita.
Esto porque nuestra sociedad está muy vigilada; en ella los dramas a cielo abierto son raros, las ocasiones para practicar alguna forma de caridad están racionalmente organizadas, circunscritas en nichos sociales distantes y distintos de los espacios de la vida de todos los días. De hecho, incluso los mendigos no se distribuyen casualmente en nuestras ciudades, sino que se reparten con método casi científico siempre en las mismas encrucijadas neurálgicas.
Y basta una insólita e imprevisible circunstancia para que esos mismos espacios públicos, que de forma tan pesimista y precipitada se han juzgado humanamente estériles — Marc Augé los definió con un neologismo no-lugares, o sea, territorios caracterizados por el consumo de masa, por la satisfacción frenética del deseo, lugares de tránsito donde las personas se cruzan pero sin entablar ningún tipo de relación— vuelven, en cambio, a palpitar de humanidad y fraternidad.
Porque nadie, por más ensimismado que esté en sus problemas, es realmente prisionero de su restringido horizonte de vida, sino que, al contrario, siempre es capaz de abrirse, donde se presenta una ocasión imprevista, a un gesto gratuito de esperanza simbólica.
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